miércoles, 19 de junio de 2013

Los ojos paralelos - Analía





El día que recibió ese pequeño regalo de su padre, fue emocionada hasta él para rodearle el cuello con sus brazos. 
Luego, fue hasta su habitación nuevamente para volver a admirar aquello. Tenía tantos colores, que aunque algo desteñidos por las décadas, le resultaban magia en su recinto de siempre.
Sabía que no era la muñeca que había pedido, ni el vestido azul que había admirado en la vidriera de la calle lindante con la escuela, pero el cuadro chiquito de tonos verdes parecían una pequeña ventana a un mundo de seres etéreos.
La pintura, acuarelada por el paso de los años, de un autor que había fallecido hace mucho tiempo, tenía un marco dorado con bajorrelieve, y más verdes que todo un bosque de acebos: verde agua, verde musgo, verde ftalo, verde veronés, verde de cadmio, algunos azules claros cobaltos, cerúleos, de Prusia y ultramar, una pizca de amarillo de Nápoles y un violeta dioxacina, en la esquina izquierda, que hacía pensar en las mariposas que se juntaban en los rosales blancos de su madre.
La figura, dibujada con una mueca que simulaba una sonrisa, era el rostro de una mujer chiquita de piel indefinida, largos cabellos ondulantes castaños, ojos igual de verdes que un río, y una pequeña capucha de salía de la ropa y se deslizaba, suavemente, sobre su cabeza.
Una brisa inventada hacía correr un mechón sobre su mejilla, y un fondo arbolado completaba la escena de una imagen mirando de frente, con mirada dulce, pareciendo estar a la espera.
Con el correr de los días, aquélla fascinación inicial no había cesado.
Luego de la escuela, de los deberes, de los juegos y el posterior rejunte de muñecas en el baúl de madera, se quedaba una hora, por lo menos, admirando a la mujer niña del cuadro, en secreto.
Pensaba en que era demasiado adulta y a veces demasiado joven, como una adolescente eterna sumergida en un ente viejo.
Tenía muy en claro de su padre la premisa de que los cuadros no se tocan, para no corroerlo con el deterioro de las manos, sin embargo, cada tanto desobedecía la orden, acariciaba sus cabellos y se quedaba embelesada por la maravilla.
Si, el autor, había sabido plasmar bien lo orgánico y el hechizo.
Una tarde, apoyó su mano en el lienzo y cerró los ojos esperando respuesta. Cuando los volvió a abrir no encontró ninguna. Todo seguía ahí, los mismos puntos blancos marcando la luz de la mirada sobre la pupila negra, excepto por uno, que ya no estaba porque se había movido de lugar. Pero ella, que conocía la pieza de memoria, no había advertido tal ausencia, perdida por los verdes del bosquecito más atrás.
Salió de su cuarto, impulsada por el llamado de su madre, con aire fastidioso y desilusionado, cerrando la puerta. 
Y entre las marcas y huellas dejadas en el cuadro, se comienza a dibujar un mundo que se mueve en el cuarto de una niña que sueña, la brisa es viento ahora, ondea cabellos, expande sonrisa, y una lágrima naciente de un ojo, comienza a brotar.
Se reviven los colores de nuevo, se tornan óleo fresco mezclado con aceite.
La mujer en la pintura, cobra vida ya.




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