domingo, 9 de junio de 2013

El soñador. Analía

El hombre dedujo que ellos querrían saber cómo lo había matado, suponiendo que lo habían llevado hasta allí por esa razón, con las manos esposadas y habiéndolo sentado en esa oficina. Siempre había pensado, por qué las oficinas y demás establecimientos de las fuerzas policiales, el gobierno, los departamentos públicos, son tan fríos y mal decorados. Por Dios! Deberían hacer algo con mejor gusto. Los colores tan horribles, la decoración escasa, no coloca en los mejores ánimos a quienes deben hablar. Cómo lo soportaban ellos? Bueno, debió sospechar que toda la gente que trabaja en esos lugares deben tener la conciencia limpia. Y como la mente está clara, poco importaban los colores que rodearían el trabajo diario. Aunque siempre supuso que dichas conciencias no están tan aseadas como aparentan. Pero luego declaró, que bien sería que ellos no le hicieran demasiado caso, ya que solía prejuzgar seguido y sin motivo previo alguno que le hiciera llegar a tales conclusiones. Él solía ser un hombre muy solitario. Vivía solo, todos los días de su vida, desde hace muchos años. Vivía apenas con lo indispensable. El único indicio de vida que había encontrado en todo ese tiempo había sido su imaginación. A veces, a la luz de la vela, usando platos por no tener candelabros, había creado con su mente mundos extraños. Sus personajes hasta tenían nombres. No saben Ustedes, ni sabrán, cuán orgulloso siempre estuvo de sus obras. Lástima que no las ha escrito. Solía pasear por la plaza de la calle central. Se sentaba en la glorieta, hasta que iba cayendo el sol, y elegía algún blanco que lo inspire. Y si bien antes había podido ver los árboles, las palomas, los ruidos de los caballos tirando los carros, un día decidió fijarse más, en los humanos. Si, los hombres siempre han sido un motivo de intriga para él. Todos esos seres despreciables que se creen importantes con sus sombreros tiesos en sus cabezas brillantes. Caminan altivos como jefes de familia, paseando de la mano con sus esposas o llevando niños, creyendo que por eso son más interesantes que cualquier otro ser en este mundo, o en ésta abarrotada y sucia ciudad. Aquel hombre no le había llamado la atención, confesó después. No era más que uno más entre todos. Visiblemente, era económicamente menos notable por su vestuario (y aquí él aclara que siempre fue un gran observador de los detalles), caminaba algo encorvado, sin darse aires de valer demasiado, no era altivo, ni buen mozo. No llevaba de su brazo a ninguna mujer, ni a ningún hijo. Este hombre pequeño que él observaba con frecuencia, normalmente aparecía a la misma hora, pasaba por la panadería situada en la Rue de Rivoli, seguía camino por el boulevard Haussmann y se perdía bajo la luz tenue de los faroles recién encendidos. Suponía que era un empleado mediocre, un simple ser que vuelve de su trabajo estresante por algún motivo, se dobla de forma natural, baja la cabeza, y camina sumergido entre los pensamientos oscuros de su tristeza o su soledad. Esa fue la razón principal por la cual jamás había reparado en él. Le interesaba más la mente del rico, su frialdad, su aparente esperanza, su semblante de felicidad hipócrita reflejada en su sonrisa falsa. Pero aquella tarde, todo cambió. Pobre de él. Había descubierto en aquel hombre que siempre pasaba sin que fuera objeto de su estudio, una sonrisa. Venía caminando con orgullo, se ponía derecho, aceleraba el paso. En su mirada se reflejaba de vez en cuando un recuerdo perdido, retomaba el hilo de los pensamientos y volvía a reír. Cómo lo odió en ese preciso instante! Solo su alma sabe cuánto y en qué medida. Solo su más intrínseco ser sabe la ira que vio nacer desde sus más profundas entrañas. Recuerda haber llegado a su casa, triste y oscura, más fría que la nieve del invierno, y haberle puesto un nombre a aquel sujeto tan despreciable. Por ese entonces, él trabajaba en su cabeza una novela donde el personaje principal era un rico muy rico, un hombre que acostumbraba llevar la bandera de la altanería de su condición hasta esferas que iban aún, más allá de lo que reflejaba. Así de detestable era. No tenía muy en claro hacia donde vagarían sus penurias en la novela, pero sí había planeado que sufriría bastante. Anthony le había puesto. No conocía bien la razón, pero creía que ese nombre lo había escuchado en personas de éxito, rebosantes de felicidad y con amabilidad fingida. Sin embargo, este otro, la nueva estrella principal de su ejemplar pensado, tan encorvado en otros días, no tenía denominación. Posteriormente formuló, que esas facciones nuevas que acababa de descubrir, hicieron que modificara la novela un poco. La trama seguiría igual, pero solo cambiaría el personaje. Lo emparentaría con ese ser, como quien cuenta la historia del nacimiento y la caída de un ídolo, y porque en definitiva, le gustó la idea. Si alguna vez leyó algo de historia fue en la infancia. Y siempre corrió hacia los héroes caídos. Aún los semidioses de la historia griega caen como hombres mundanos, por más progenitores imperecederos que tengan, con gloria aparente pero exentos de ella, porque su carne se consume, a fin de cuentas, como la de cualquier otro mortal. La idea de figurar en su obra a un hombre así, le hacía agua la boca. Pero tenía un problema. No tenía el cuerpo de la novela, solo su principio y su fin. Tenía que buscar la forma de inspirarse en este hombrecito insípido y detestable antes de que la noche negra de su alma oscura se hiciera presente por completo, tornándole más complejas las cosas. Entonces, comenzó a seguirlo. Iba cada tarde a la glorieta y lo esperaba para verlo caminar con su nueva muequita reluciente y asquerosa y lo seguía adonde sea que él fuera. Así fue como observó que el hombre pasaba por un ramo de flores en el Boulevard de la Magenta, y luego enfilaba hacia un barrio de calles empedradas y casas lindas, en donde una jovencita de su misma altura, muy bella y de vestidos finos, lo esperaba ansiosa para tomar el té. Previo al té, le daba un beso largo, él la miraba con aire estúpido, luego le besaba la mano, y rodeando su cintura la abrazaba por un momento extenso. Se le revolvía el estómago. Le daba asco. La cólera le hacía hervir la cara hasta tal punto, que un par de veces, observando expectante la escena cada día, más de un hombre pasó por su lado dejando una moneda y recomendándole que dejara de beber. Pero ni siquiera contestaba. La rabia por la felicidad recién brindada a este hombre pequeño y común era demasiado. No era esto lo que esperaba! No eran las horas de alegría ahora posadas en un hombre que debía sufrir! No se sentía tan solo entre su desgracia. No era la desdicha lo que aborrecía, era la felicidad espantosa que hace de los hombres las peores carroñas y provocan la mirada obligada a su altivez incentivando envidia! Y, sin embargo, no se avergonzaba de decirlo porque jamás se había acostumbrado a disfrutar de las cosas buenas que le pasaban a los otros. De niño, su madre, que siempre fue una mariposa, nunca tuvo tiempo para instruírlo en los placeres del regocijo con la felicidad de los demás! Amó los colores de la naturaleza porque, según decía, las plantas no sienten, pero odió los colores neutros que invaden cada ser sonriente con sus almas ennegrecidas al igual que la suya. Soñó en forma frecuente con los tiempos venideros en donde los colores reflejen realmente la integridad del ser. Si, los sueños era también, a su manera. Desquiciado hasta el extremo, y a punto de caer el ocaso en forma plena, decidió prepararlo todo. Llegó y terminó la novela, prontamente, de forma mediocre, sin preocuparse por el cuerpo de su construcción porque era el final a lo que quería llegar, ese final que le devolvería la calma y lo dejaría respirando tranquilo. Cuando terminó de pensar, tuvo una sensación de esperanza. Como la lágrima del tenor en el momento cúlmine de la ópera. Lo esperó a la medianoche, y sin que le temblara el pulso, le disparó certeramente en la peatonal que se abre de una de las esquinas de la plaza. Ese mismo día, una hora después, declaraba frente a un grupo de policías en la jefatura departamental, con mirada vaga y perdida. Y mientras el comisario, conmocionado por la exposición, llamaba al fiscal que intervendría en la causa, al acusado se le escuchó decir: -No puedo arrepentirme porque, verán, suelo encontrar felicidad en la desdicha y tengo además, el gusto de simplificar los sueños aún cuando se interponga la totalidad de la noche, como una sombra, enfrente de mi. -

2 comentarios:

  1. Excelente final!!! muy bueno deja volar la imaginación

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  2. Me encantó! Sos muy buena para los cuentos! Que sean éste y el de la fuente los dos primeros del próximo libro a publicar! Por muchos más! Tere

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